Conservadores de vida

Alberto Manguel"El lenguaje es lo que más hace ver a un hombre: habla, para que pueda verte".Ben Jonson, Madera, o Descubrimientos sobre hombres y materia(1640)ESTAMOS CONDENADOS a la pérdida. Desde el momento en que llegamos al mundo, perdemos todo lo que creemos que es nuestro, desde la comodidad del útero hasta el recuerdo de toda una vida. Las circunstancias cambian, el deseo declina, nuestro recuerdo pierde su alcance. Caminamos hacia la tumba desprendiéndonos de cosas: juguetes, compañeros de juego, padres, maestros, tierra natal, entusiasmos, fechas, gustos, creencias, chucherías acumuladas sobre la orilla a través de los años. Todo estos elementos y muchos más son llevados por la corriente, olvidados (pero ahora no puedo recordar qué son) como para hacer más liviano nuestro descenso al reino de las sombras. La muerte no es, como nos gusta suponer, un ladrón en la noche, sino que se parece más bien a uno de esos invitados deshonestos que vienen a pasar un fin de semana y se van quedando poco a poco más de lo debido, ocupando cada vez más espacio en períodos cada vez más largos, hasta que sentimos que ya no nos pertenecen ni nuestra casa ni nuestra vida. "¿Dónde pusimos aquel libro?", preguntamos. "¿Dónde está aquella fotografía que yo sé que tenía?". "¿Cuál era aquel nombre, aquella dirección, aquella mirada inolvidable, aquella línea memorable?". Almas para el olvido, escribió alguien, pero el resto de las líneas que conocía también han desaparecido, llevadas en el bolsillo del ladrón, para nunca más ser vistas.Y sin embargo, un racimo de estas cosas sigue firme, resistiendo con tozudez el secuestro, de manera tal que en la luz difusa de la vejez podemos reconocer algunos rostros familiares, algunos fragmentos variados y queridos: algunos pero no muchos, y no siempre. La mayoría de ellos no son famosos ni prestigiosos: nuestro recuerdo no es quisquilloso. Una sonrisa baja flotando, desencarnada, como la mueca del gato de Cheshire; un trozo de canción, un párrafo de un cuento, la imagen veteada de un bosque, una conversación sin importancia: estos persisten, desparramados en el suelo después de que pasa el camión de la basura. En este montón de restos hay también unos pocos objetos sólidos: tal vez una taza, una lapicera, una piedra, un volumen de poesía y, por qué no, un diccionario.ÁNGELES GUARDIANES. Para mi generación (nací en la primera mitad del siglo anterior) los diccionarios importaban. Nuestros mayores atesoraban su Biblia, o las Obras completas de Shakespeare, o el libro de cocina de Doña Petrona. Para las generaciones de este tercer milenio, tal vez no sea un libro en absoluto sino un nostálgico juego de video o un iPhone. Pero para muchos lectores de mi edad, el Petit Robert, el Collins, el Sopena o el Webster eran los nombres de los ángeles guardianes de nuestras bibliotecas. El mío, cuando estaba en el liceo, era la edición en español de LePetit Larousse Illustré, con su pliego rosado de frases en otros idiomas separando las palabras comunes de los nombres propios.En mis días de juventud, para aquellos a quienes les gustaba leer, el diccionario era un objeto mágico de poderes misteriosos. En primer lugar, porque nos decían que aquí, en este pequeño volumen gordo, estaba la casi totalidad de nuestro lenguaje común; que el diccionario contenía el pasado (todas esas palabras dichas por nuestros abuelos y bisabuelos, murmuradas en la oscuridad y que ya no se usan) y el futuro (palabras para nombrar lo que podríamos querer decir algún día, cuando una nueva experiencia las convoque). En segundo lugar, porque el diccionario, como una Sibila benévola, contestaba todas nuestras preguntas cuando dábamos con palabras difíciles en un cuento (aun...

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