Novelista de la ciudad y el campo

Soledad PlateroESCRITOR por decisión y empecinamiento, Enrique Amorim publicó algo más de cuarenta títulos y ninguna obra maestra, tal como señaló hace ya muchos años Carlos Martínez Moreno. Su avasallante personalidad se impuso sobre su estatura literaria, y el canon nacional lo cuenta entre sus figuras a pesar de que fue un poeta menor, un mal dramaturgo y un narrador desparejo y descuidado.La narrativa fue, sin embargo, el terreno en que alcanzó sus mayores logros, y aunque no es fácil defender su prosa, es justo admitir que hay algo, una cierta atmósfera, un ámbito que se respira en algunas de sus novelas que consigue enredar y retener al lector.Hijo absoluto de su época y su circunstancia, Amorim se quería hombre de mundo, capaz de encarnar y representar sin vacilaciones la realidad que conocía y de explorar y observar con ojo decidido y voluntad explicativa las márgenes menos próximas del mundo que le parecía relevante. Así, fue capaz de producir piezas de ámbito rural y urbano, escenas de miseria y lujo, viñetas tocadas por el humor y pasajes rotundamente melodramáticos, cargados de inconcebibles efectismos de novelón decimonónico. Despreocupado de los aspectos formales y estilísticos de la literatura, escribía como un desaforado militante de la vida, como si su responsabilidad y su compromiso en este mundo tuvieran que ver con plasmar en papel la realidad misma, tal como la experimentaba y sentía: con evidencias y certidumbres; con honrada voluntad de predicación y de entrega.CAMPO Y CIUDAD: EL PAISANO AGUILAR. Valorada como una de sus mejores novelas, El paisano Aguilar (1934) es la historia de la transformación de un hombre nacido en una estancia en medio del campo y educado en la ciudad, que vuelve, todavía joven, a hacerse cargo del establecimiento paterno, del que es único heredero. Pancho Aguilar pasó la niñez en la vieja casa de piedra de la estancia El Palenque, pero apenas entrado en la pubertad fue desterrado por el padre a la casa contigua, de ladrillos, en la que viven sus hermanos mayores junto a los trabajadores de la estancia y los peones de paso. La expulsión del hogar, con prohibición expresa de volver a traspasar sus puertas, es el misterio en torno al que parece organizarse el drama del personaje en las primeras escenas. Aguilar se siente atraído y repelido, simultáneamente, por esa casa en la que vivió sus primeros años y de la que tiene recuerdos vagos, nebulosos. No puede escapar a la sombra de su padre, presente para él en las gastadas piedras del umbral y en los comentarios distraídos, entre afectuosos y serviles, de la peonada. Poco a poco el lector va descubriendo que Aguilar tiene una novia en el pueblo, a la que no quiere y con la que no consigue ningún momento de intensidad, ningún vínculo verdadero. Una mujer que no supone para él excitación ni miedo. Al comienzo lee sus cartas y parece sentirse reconfortado por ese nexo con el mundo más poblado y dinámico que existe fuera de El Palenque, pero pronto será vencido por la silenciosa pero imparable exigencia de la vida de campo, por las urgencias de todos los días, por la tediosa pero ineludible obligación de ocupar su lugar de dueño de la tierra.A lo largo...

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