Aire de época

(desde Buenos Aires)EL LETRERO de neón se asocia con la invitación a un sex shop o a un casino. Esa noche, en el Luna Park de Buenos Aires, el letrero de neón gigante que se recorta detrás del escenario y dice "Pulp" ("vulgar", "sensacionalista") parece significar todas esas cosas: una mezcla de entretenimiento, aventura y tentación concentrada.Poco después las luces seguirán los movimientos del líder de la banda Jarvis Cocker (49): traje, corbata, reloj pulsera vintage, anteojos con aumento. Alguien a cuya foto correspondería un epígrafe como este: "Un Brian Ferry disfuncional" o, mejor, "Un Brian Ferry que cayó a la tierra". Cocker y Pulp son tan sofisticados como lo fueron en su momento Ferry y Roxy Music (bueno, quizás no tanto) pero su horizonte está lejos de un simulacro de arte alto y su praxis se manifiesta en los pliegues de lo mundano. Pongámoslo de este modo: donde Ferry convocó a Kate Moss para hacer de una Olympia de Manet contemporánea en la tapa de su último disco solista (Olympia, 2010), Pulp hubiera recurrido a una cajera de supermercado de la Inglaterra profunda para que hiciera de Kate Moss.UN GRAN CHICO.Con muy poco espacio para moverse en un escenario atestado de equipos (tres sets de teclados electrónicos y un enorme bombo sinfónico además de amplificadores, monitores y demás), Cocker revalida el histrionismo que había demostrado como solista en su primera visita porteña. La gran diferencia es que, ahora, tiene detrás a Pulp, el grupo que fundó en Sheffield a principios de los ochenta y con el que llevó su mezcla de sátira social (a lo Ray Davies con The Kinks) y melodrama (a lo Neil Tennant con Pet Shop Boys) al vértigo del brit-pop después de años y años oculto en la bruma del underground.Aunque la obra de Cocker es intrínseca a los años 90 (que tuvieron en la agonía de Kurt Cobain el último estertor del rock como apéndice de la modernidad) en su ironía y puesta en escena, cuando Pulp sube el vúmetro son bastante menos delicados que en el estudio de grabación y nada queda en pie del distante goce posmoderno. Los estribillos demandan urgencia y nada de lo que sale del escenario es noventoso: sucede aquí y ahora.La parodia transgrede sus propias reglas y se disuelve en pasajes de emoción violenta. Ese Tom Jones de despedida de soltero que es Cocker, seductor sin sex appeal, capaz de sintetizar en tres minutos fábulas de impericia amorosa entre la pista de baile y el espejo astillado de la mañana, crea menos complicidad intelectual...

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