Un poder paranoico

Sucedió lo previsible: el escándalo del espionaje electrónico por parte de los Estados Unidos se diluyó en una tímida protesta. Su protagonista ni siquiera prometió enmendarse, sugirió, evitando excesos, limitarse a los recabar datos para la defensa de su país. Dejando en claro que será él quien determine los límites de sus potestades. Ni siquiera mostró entusiasmo por suscribir un tratado multilateral sobre el tema. En síntesis nada cambiará demasiado, la marcha de la humanidad seguirá su incierto camino y el premio Nobel de la Paz, el hombre cuyo ingreso a la primera magistratura auguraba renovación y cristalinidad, seguirá desde su comando terráqueo fisgoneando a quien le parezca, amigo o enemigo. Nada de lo cual se asemeja, ni por asomo, a la democracia cosmopolita añorada por Kant, o siquiera a una decente organización como pudieron haber sido las Naciones Unidas.No se infiera, sin embargo, que esta situación es producto de la maldad del presidente norteamericano, un hombre probablemente débil, apresado por mecanismos que no tiene posibilidad de desarmar. Tampoco obviamente de su pueblo, en general cándido y amable, confiado en Dios y concernido por los cincuenta kilómetros de radio que circunvala a cada uno de sus integrantes.Más bien es consecuencia de una conjunción de factores históricos de diferente naturaleza, algunos sistémicos, otros azarosos, que llevaron a que la civilización terminara como luce actualmente. Con un país científica, militar y tecnológicamente a la cabeza (tanto, que es más poderoso que todos los restantes unidos), un pelotón tímido y mediatizado que lo sigue con dificultades sin lograr nunca alcanzarlo, y más atrás todavía, otro grupo exhausto y multivariado que mientras marcha recoge lo que puede, le queda o le...

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